domingo, 9 de octubre de 2011

CANITO

Narración oída por Vicente Pestalozzi en la desembocadura del Río Maipo, suceso extraordinario que se jura es verdadero:

Desde mi ventana del segundo piso, junto a dos colegas miraba el caminar de la gente por Avenida Principal, eran las tres de una agradable tarde de invierno, nada me apresuraba, el quehacer académico estaba terminado, la reunión con el Director del Instituto empezaba en quince minutos más, los teléfonos habían enmudecido, disfrutaba de un grato sosiego; esa placentera tranquilidad fue cortada por el más intelectual integrante de nuestro equipo, su rápido caminar por la vereda de enfrente le traía desde la Alameda hasta nuestro edificio, a mi espalda escuché una afable risa y un desafío, apuesto doble contra sencillo, a la velocidad de su marcha, Eduardo demorará menos de veinte segundos en los cincuenta metros que le separan de la puerta de acceso al Instituto. La fuerza de la costumbre me llevó a calcular la velocidad, comprobé la buena base de lo apostado, con todo, el pronóstico no se cumplió; Eduardo no cruzó la avenida, algo desvió su trayectoria; no, alguien le detuvo, una delgada niña no mayor de once años fue la causa, su desconsuelo y llanto la razón. ¿Qué ocurrió?, lo ignoraba, desde mi ventana fui testigo del breve diálogo y de lo aprendido en tantos años de trabajo con Eduardo, su cortesía natural serenó a la niña, la inclemente atmósfera sufrida, temporal de desconsuelo, nubarrones de pena y ráfagas de congoja, fue disipada por la brisa de la tranquilidad, el consuelo, la confianza. Sus palabras no llegaban a mi, sólo observé expresiones, de pronto, con su típico gesto del voy y vuelvo, Eduardo dejó a la niña, cruza la avenida, segundos después abriendo la puerta saludó con su conocido: “¿Qué ha pasado en este reino durante mi ausencia?”. Antes de dar respuesta alguna, miré su amistosa sonrisa y oí lo inesperado: “Necesito tres de los grandes ¿puedes prestarme?”.

Mis colegas, quedaron tan desconcertados como yo, ningún ruido perturbaba la tranquilidad reinante, sin pensar, abrí el cajón derecho de mi escritorio, cogí mi chequera, miré el dinero, retiré tres de los grandes, los palpé suavemente con mi índice y el pulgar, extendí mi mano en dirección a Eduardo; no recuerdo si lo vi salir, tampoco palabra alguna ¿gracias, voy y vuelvo?, no escuché sus pasos alejándose, no había oído su marcha por las escaleras cuando subió, tampoco sus pisadas al momento de entrar en mi oficina, tiempo y sonidos estaban fuera de mi entorno. 

Miré a través de la ventana, en la acera Eduardo hablaba con la niña, algo dijo él, ella respondió, sus voces no llegaban hasta mi, Eduardo tenía mis tres billetes en su mano, agregó dos más y entregó cinco grandes a la niña, ella cogió el dinero, lo guardó en un bolsillo de su jeans y se alejó con rumbo a la Alameda; Eduardo la observó por breves segundos y retornó al Instituto; en ningún momento ella se detuvo para mirarlo, feliz, ágil, con audacia y desplante se alejó del lugar, su llanto y desconsuelo quedaron en el pasado. 

Eduardo entró nuevamente, yo y mis colegas aún no salíamos del asombro ¿qué explicación tenía para el suceso? Eduardo tomó la palabra: “Alicia, así se llama la niña, es vendedora ambulante, su tarea diaria incrementa los recursos familiares: lápices, tijeras, calculadoras, encendedores son ofrecidos a estudiantes, turistas, transeúntes; ella conoce las mejores horas de venta, lleva más de tres años en el negocio, a la hora de almuerzo compra sus cajas de mercancía y la vende entre esa tarde y la siguiente mañana; hoy, un rato atrás, Alicia fue asaltada por una pandilla de quinceañeros, la pérdida es grande, yo escuché, reuní el dinero, lo entregué; compra otras cajas y sigue trabajando fue mi consejo”.

Mi inquietud obvia, ¿por qué creerle a quien nunca más verás?, ¿cómo saber si miente?, ¿tu generosidad te lleva a pedir dinero?, ¿estás frente a una nueva forma de engaño?, Eduardo carecía de respuestas lógicas, estuvo frente al dilema, te creo / no te creo, su conducta fue imprudente, impropia de su edad, ¿qué te impulsó a esa acción?

Eduardo se acomodó en uno de los sillones, nos miró, sonrió, entrecerró los ojos, al parecer tenía una explicación no intuida por mí y me preparé para oírlo: “Años atrás, en la época dura, la crisis económica generó la quiebra de numerosas empresas, un incalculable número de cesantes, la intervención bancaria, altísima inflación, sueldos bajísimos, hambre, miseria, problemas familiares, tensión social por doquier”.


Susurrando continuó: “Acicateados por la urgente obligación de buscar soluciones, en las poblaciones aledañas nacen buenas ideas para sobrevivir a la crisis del día a día, una de ellas es comprando juntas; en el almacén del barrio una pobladora paga más, en cambio, paga tres veces menos en el supermercado ubicado lejos de su casa, a lo que suma su tiempo, también valioso, su movilización de ida y retorno, ¿qué hacer?, juntar el dinero del grupo, enviar a una de ellas a comprar al supermercado”. 

Mirando hacia la lejanía, como iniciando un largo viaje, Eduardo dijo: “En esa época, Canito, nombre cariñoso de un niño de ocho años, tomará a su cargo un asunto que cambiará su vida; subir al transporte gratuito de escolares, viajar al baratillo provincial, comprar dos litros de aceite suelto… recibe instrucciones, dinero y envase, una lisa botella de vidrio transparente… inicia su odisea, el viaje de ida resulta exitoso… la compra, el pago, recibir su botella llena con aceite, son operaciones importantes, a sus cortos años asume una gran responsabilidad… el viaje de retorno es mejor, se siente grande, cumple su tarea sin ayuda de persona alguna, todo resulta bien, llega a su destino, baja del bus, al final del camino está su casa, de pronto la tragedia, la botella resbala de sus manos, cae al suelo, se rompe en mil pedazos… el aceite corre lentamente camino abajo, una gran pena lo inunda, algo tibio baña sus ojos, el llanto aflora con fuerza, todo su cuerpo se estremece con los sollozos, perdió el viaje, el tiempo, la botella, el dinero y la confianza en él depositada; lo hecho no tiene remedio, la amargura deja huellas en lo más profundo de su ser, la herida es un doloroso reguero de angustia y oscura desolación, faltaba tan poquito para llegar, la congoja le inunda… en medio de su desesperación él escucha… ¿qué te pasa?... a través de sus lagrimas ve a un joven desconocido, sollozando narra lo ocurrido y su temor a la gran paliza que le espera… el desconocido se conmueve: aquí tienes el dinero para comprar el aceite, dile a tu mamá que sólo se quebró la botella vacía...”.

El teléfono rompió la tranquilidad reinante, antes de contestar y mirando a mis colegas expresé con admiración nuestro común descubrimiento, ¿ya en la época dura tú estabas en campaña de ayuda al desvalido?

Como si retornara de un largo viaje, Eduardo respondió: “Canito soy yo… y, nunca más en mi vida se ha vuelto a cruzar el generoso desconocido, nunca más le vi en esos tiempos… ni hoy en estos parajes”. 

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